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alfonso miranda

Cuéntame un cuento, pero que sea inventado…

 

El universo simbólico de Roberta Lobeira Alanís se despliega entre laberintos, fantasía y magia. Narrativas oníricas ahí donde la ficción hace que el espectador se abstraiga de sí y del mundo. Su taller, justo en la zona de museos de Madrid, es un laboratorio creativo. La disciplina hace que la autora de Esperando el destino, no aguarde, sino que vaya hacia él. 

Cientos de pinceles habitan su estudio… brochas, godetes, óleos, aguarrás diluyente que permitirá transparencias, lámparas, una escalera para que la artista alcance la parte más alta de sus enormes lienzos, el tapete testigo de cientos de obras… El residuo pictórico queda en los pantalones de mezclilla. Salpicaduras de belleza más allá de la figuración en un «accidente controlado», de los que aparentemente se aleja la artista, quien se entrega a su oficio. Largas horas impuestas por ella misma, los siete días de la semana. Rigor con o sin inspiración, al menos de las ocho de la mañana a dos de la tarde. 

Dice que su estancia madrileña parece haber llegado a su fin. La trepidante vida en Ciudad de México, seduce. Lo hace aún más el recuerdo de los años formativos en Nueva York, aquella capital cultural de Occidente que modelara el carácter estético de la artista más allá que el propio París. En el corazón y como refugio, su Monterrey.

Pronto, en su discurso pictórico empata disciplinas: cine + historieta + cuento = magia. Una ecuación convencional que le permite elaborar escenarios múltiples. La musicalización de sus lienzos es facto polifónico. Todos los sentidos se entrelazan y en el oído, a la manera de urdimbre y trama al tensarse en tapices y gobelinos, se percuten notas. Aquí las lágrimas se traducen en acordes que presumen las melodías más ambiciosas. Y es que al modo de componer una pintura Roberta lo analoga con el componer una canción. Primero el tema y cual «lied», después el canon. Collage de emociones y formas en el que cada personaje es dotado de su propia línea melódica.

Roberta crea y cría los seres fantásticos que pueblan sus obras. Cuasi alebrijes que mutan y se adaptan a ecosistemas abstraídos de violencias. Cada personaje ficcionado o identificable se abre a interpretaciones ahí donde la lectura de la artista encuentra la más profunda y sincera autorreferencialidad. Los óleos de Roberta son espejos en los que se reflejan las miradas poliangulares de públicos internacionales.  Más que jaulas, sus obras son ventanas hacia mundos internos; arquitecturas que borran fronteras entre realidad y ficción, atmósferas capaces de multiplicar personajes, animales, objetos… todos hilvanados en el mito personal –personalísimo– de Roberta. 

En la artista opera, a su decir, el AMOR en mayúsculas. Amor o desamor –mal del artista–, su producción es un registro de memoria. Cada serie es un atisbo a la vida privada de la creadora, y aunque para Umberto Eco, la obra es abierta a interpretaciones, en el universo simbólico de Lobeira, es fácil errar. No hay bestiario medieval o Piedra de Rosetta que ayude al espectador a descifrar sus símbolos. Roberta los encripta y carta a carta envía mensajes de un óleo a otro. Destinatarios anónimos que en muchos momentos resultan en mensajes cifrados de Lobeira para ella misma. Y es que sus obras son una radiografía del «yo», por lo que, a diferencia de investigadores como Alejandro Santos Cid, estudiar a Roberta dentro de la estela creativa heredada por el Surrealismo, aleja al espectador de su proceso creativo. Dentro de las neovanguardias posmodernas, la autora, si bien juega con estados alterados de conciencia y desdobla planos, encuentra en el Neosimbolismo una veta en la que literatura, música y pintura, se apartan del realismo academicista, al tiempo de distanciarse del Naturalismo para rechazar de una vez por todas lo agreste de la vida cotidiana. De este modo, sus óleos más que partir del sueño, nacen de ensoñaciones que pendularmente operan entre la analepsis y la prolepsis; es decir, son resultado del recuerdo, pero también de la anticipación. Llaman a vidas pasadas, a hechos que efectivamente sucedieron tanto como a los que vendrán. Así, una filosofía hermética es la que rige la obra de Lobeira, y sus mujeres alquímicas se transforman en deseos y frustraciones de ella misma. 

Una narrativa fluida sin las ataduras académicas, pero con el rigor del oficio. Como muchos artistas de su generación, Roberta revisita a los clásicos. En su caso, busca eliminar nostalgia y la solitud de sus atmósferas para tornarlas festivas. Reacción de la Posmodernidad, sus escenarios intentan ser antídotos contra el dolor. Mientras que Kehinde Wisley, artista norteamericano nacido en 1977, con su Napoleon Leading The Army Over The Alps hace una crítica contra el racismo y la reivindicación del ser, Lobeira en ironía certera, hace que el héroe guie a la armada sobre un campo de rosas. En el lienzo de 274 x 274 cm realizado en 2005, hoy en el Museo de Brooklyn, el nuevo Napoleón afrodescendiente tatuado usa camiseta, botas Timberland y banda Stater en vez del tricornio. El de la serie Romantic Mind titulado Surreal dance, de 168 x 217 cm, pintado en 2011, hace que el emperador galo imaginado por Roberta, lleve antifaz y tocado de plumas en una intención casi apresurada para ir al carnaval en una nueva campaña italiana que lo hará reconquistar Venecia. En ambos se cuela la omnipresencia de Napoleón y la magnificencia de Jacques-Louis David y las cinco versiones neoclásicas del corso en el paso de San Bernardo realizadas entre 1801 y 1805. En los tres autores, la idealización, el poder y el gesto.

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Roberta afirma que su obra no es política, sin embargo, el rechazo a la confrontación de la cotidianeidad, precisamente afianza su postura hacia aquellos temas de un mundo en conflicto que le son tan dolorosos que los evade. La ausencia de la denuncia es la evidencia de la tragedia misma y reivindica su postura frente a las adversidades, hacia el hastío de corrupciones, violencias, vejaciones, guerras, cambio climático, maltrato animal… La máscara es la proyección sentimental del «yo», lazo indisoluble, identidad-memoria, del disfraz de lo que no pudo ser. Incluso su personaje de la Libertad guía al pueblo hacia la vitalidad con eco a Kahlo: Viva la vida. 

Convencionalmente su producción se reclama como feminista, y no es que Roberta rehúse las motivaciones de movimientos nodales de nuestros presentes, sin embargo, apuesta por la transversalidad de las equidades. Su estética teje feminidad con la contundencia del ser humano que trasciende géneros y sexualidades.

Un vuelco romántico opera en la dimensión pictórica de la artista, aun cuando su discurso rebasa lo femenino y sus obras reivindican los patrones que vieron crecer a Roberta. Su obra juega el péndulo del amor y va del desamor a la plenitud. Ella se busca. Ella se encuentra. Y el erotismo al que somete a sus personajes mira hacia derroteros más allá del principio del placer. Y de nuevo, es Roberta la protagonista, por el contario, el deuteragonista (que no antagonista) es el hombre, pero no el género masculino, sino el ser con nombre y apellido, quizá compañeros de vida únicamente conocidos por la autora. En un lapsus consciente-inconsciente del deseo, a «él», a «ellos», los somete a su propia animalidad, los vuelve león, los vuelve tigre, los vuelve lobo, los trasforma en leopardo…

Armonía por contraste, la dualidad perenne en Roberta hace que, por ser tan personal, su obra alcance el gusto universal. Su trazo es el signo, y su unión crea símbolos y su vinculación despliega arquetipos. El gran formato permite contar historias o más bien la historia de las historias. Neopop que obsesiona. Arte Pop que muestra la síntesis del mito en un relato visual. Creación que no imita a la vida, sino que la vida imita la estética de Lobeira. De ahí que cuando Oliver, el hijo de 8 años de Roberta, le pide ―Cuéntame un cuento, el pequeño se apresura a precisar que no sea el impreso y encuadernado de su biblioteca, sino que sea uno inventado por la madre. Habrá que poner atención en qué elementos o acciones son un llamado del niño, aunque lo cierto es que todos se someten a la estética de esta narradora de historias amante de la moda. Así, Oliver se vuelve eco creativo de un cuento mítico, no por falaz sino en su acepción de fundacional. 

De vuelta al proceso, Roberta duerme poco. Sus series de largo aliento se entrecruzan con otras. De la gran tela, ella “descansa” al pintar en pequeño formato. Va de macrocosmos al microcosmos. Contempla mundos y los proyecta, primero en la mente, y su dibujo lo ha acercado a las nuevas tecnologías. Trazo digital que es llevado a las sendas de la Hipercontemporaneidad. Inteligencia artificial, chatgpt, Photoshop… Meet Genie. Así, Lobeira estira la liga de las posibilidades de su metalenguaje y estudia, pule y manipula la realidad hasta la distopía. Tras las utopías, el trabajo manual, el gesto del pincel y el colorante y el pigmento mezclados con aceite…

En menor medida, la artista ha explorado la escultura y su violín, pulpo y estrellas alcanzaron la tercera dimensión (Ministry of music, 2022). Lúdicamente accedió al nft. Si sus bosques eran lugares seguros, la animación hizo adelantar el otoño. Caen hojas y aquellos parajes se vuelven al fin, sitios encantados; encantados por la precisión en los detalles de la autora y mágicos por sus posibilidades. Apremio la incursión de Robeira Alanís al criptoarte, a la escultura de impresión 3d en arcillas y a objetos de colección digital… Realidad virtual y realidad aumentada, pues al animar sus dibujos, daría ánima, alma a sus creaturas: resignificación del dolor para volver a la fantasía. 

«Teoría del todo» en la que electrones, fotones y quarks se comportarían como cuerdas que vibran en el espacio. Diferentes frecuencias cuyas vibraciones darían lugar a diferentes estructuras, ahí donde el adentro es el afuera, arriba es abajo, positivo es negativo, caos es orden… En un deseo daliniano, Lobeira “debe” acceder a la cuarta dimensión, es decir, a la inmortalidad metafísica, kinésica, envolvente… capaz de jugar diacrónica y sincrónicamente con sus personajes y volver personajes a sus públicos. Escenarios líquidos en los que Antonia, su mascota de 10 años, juegue en laberintos visuales de mentes románticas; de había una vez; de la hora del espectáculo; de cazadora de memorias; érase una vez, pero ya no; misterios del tiempo; de jardines poéticos; de silencio audible; de vidas pasadas... Todas, «historias jamás contadas». Fisuras hacia un más allá, parajes armónicos, otros mundos, quizá y solo quizá, aún mejores que este. 

 

Alfonso Miranda Márquez

Madrid-Atlántico-Ciudad de México, otoño de 2024

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manolo caro

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¿Cuántas veces he querido vivir en uno de sus cuadros?
El universo de Roberta Lobeira apetece no solo conocerlo, si no adentrarse en él,
habitarlo. La estética que presenta es una mezcla perfecta entre la locura
estrafalaria y la realidad llana, donde el diálogo entre la moda, el mundo animal,
la cinematografía y el retrato social hacen un surrealismo único, actual.
La identidad que ha cogido su obra con el paso de los años habla de una
evolución eficaz y certera donde cada elemento, color o composición existen en
comunión entre los diferentes cuadros. Es realmente fascinante ver, en la línea de
tiempo, el camino que la artista ha decidido forjar y como no da lugar a la duda al
poder identificar fácilmente su estilo.
Desde que conocí su obra siempre vivió en mi la inquietud de conocer más a sus
personajes y el porqué de los elementos que los rodean, de ahí surge la
colaboración para la creación de los retratos de la familia De la Mora en la serie
de Netflix “La Casa de las Flores”. Dicha colaboración ha resultado un éxito por la
oportunidad que tiene cada individuo de jugar a crear en su imaginación su
propio retrato familiar e intentar elaborar elementos que lo definan a él y a su
familia. Para mí, eso es habitar el arte y eso es lo que logra Roberta con su
universo.
¿Cuántas veces he querido vivir en uno de sus cuadros? Infinidad.
Manolo Caro - 2022

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